La eterna migrante

Por Fabiola Mancilla Castillo

Ella nació en lo profundo de la Montaña, en el pueblo nahua de Ahautepec ubicado a las orillas de Tlapa. Al igual que muchas niñas y niños de aquella región supo lo que fue “ganarse la vida” desde muy corta edad. Apenas tenía los 8 años, cuando junto a sus hermanos y sus hermanas se fueron a trabajar al norte de México como jornalera agrícola. Entre los surcos vivió su infancia. Fue testigo de primera mano cómo los pesticidas causan la muerte cientos de infantes entre los surco, cobijada tras la omisión de las autoridades y los dueños de las empresas que sin ninguna regulación viven en la impunidad. Su vida itinerante le impidió terminal la primaria. Ella vio como su madre sufrió al dar a luz a sus hermanitos en aquellas galeras donde viven acinados las y los jornaleros; es casi imposible escapar de las enfermedades en esos lugares donde las condiciones de higiene son pocas. Cómo si esto no fuera suficiente, también se cobra factura los altos grados de desnutrición que presentan las familias. Todas estas vivencias la marcaron de por vida. Cada cierre de la temporada de cosecha regresaban a su comunidad, pero tan solo era para descansar unos meses y volver a los campos a trabajar.

Con el tiempo Havita se fue dando cuenta que no habría más futuro para ella ni para sus hermanos, pues en su comunidad no contaba oportunidades educativas, ni servicios médico de calidad ni que decir de la inexistencia de fuentes de empleos. Con este atroz panorama, ella sabía que si se quedaba en Ahuatepec, estaba condenada a reproducir la misma pobreza que vivió desde la infancia y que la hizo trabajar desde muy pequeña. Es por eso que a los 16 años decide emprender el camino para el norte, tomo unas cuantas mudas y comenzó su travesía. Cinco días de que salió de Tlapa llegó a Nueva York, la otra montaña de acero.

Allá le tocó picar piedra y construir un nuevo futuro para ella y para sus seres queridos, que en breve la alcanzarían a la Unión Americana.

La vida en la gran manzana no le dio mucho tiempo para la añoranza, pues entre el trabajo constante y las múltiples responsabilidades le absorbía. Poco a poco ayudó para que sus demás hermanos llegarán con ella. El primero fue Víctor, uno de los hermanos menores, después siguieron dos más y por último Elena, su hermana. Pareciera que la vida le estaba sonriendo, pues a pesar de las condiciones migratorias en aquel país, estaba teniendo el futuro que nunca se le permitió soñar dentro de su comunidad. La trágicas noticias no tardaron en llegar, ensombreciendo todo lo que había logrado. Su madre le comunicó que sus hermanos Miguel y Rut habían fallecido, producto de una intoxicación por un pesticida cuando estaban sembrando la milpa. Lo más triste de esto, fue que con su partida dejaron a dos niños huérfanos. Desde entonces Havita se ha reprochado pues no estuvo ahí para ayudarlos y aquel abrazo de despedida que les dio al dejar su pueblo, fue el último de toda su vida.

El tiempo pasó, las cosas seguían su aparente calma, pero lo que no pensó Havita es que uno de los más grandes retos que viviría en este país extraño sería el penar que muchas mujeres de la Montaña viven, la violencia machista de sus parejas. Mauricio, el ex esposo de Havita que también es originario de la aquella región guerrerense la golpeaba, gritaba y violentaba de diferentes maneras. Muchos días tuvo que disimular los moretones en su rostro producto de las agresiones de su pareja. Ella lo justificaba pues dentro de las costumbres, era su “deber como mujer aguantar y resignarse”. No importaba lo que ella hiciera siempre Mauricio sacaba su ira contra ella. Lo que nunca pensó su ex esposo es que Nueva York, no era cómo Ahuatepec, pues el día que ella decidió denunciar la violencia, las autoridades le creyeron y él tuvo que ir a la cárcel. Esto sorprendió a Havita pues en las comunidades de la Montaña, generalmente estás acciones siempre quedan impunes pues como mujeres deben de someterse a los hombres.

Después de frenar la violencia que su esposo ejercía sobre ella, Havita descansó y supo que no debía permitir que ninguna de sus hijas vivirían lo mismo que ella. Estaba decidida a romper este ciclo, pues al final del día no había arriesgado tanto al migrar y comenzar una vida, para que estuviera condenada a la misma suerte que su madre y su abuelas habían vivido. Existir en un país como Estados Unidos con las costumbres comunitarias se ha vuelto un reto para muchas mujeres migrantes, pues la nueva realidad que viven poco a poco las obliga ir rompiendo los patrones agresiones que por años han vivido. Muchas veces son sus empleadoras o las profesoras de sus hijos las que las apoyan a denunciar. Las mujeres migrantes se han vuelto pioneras en erradicar estas prácticas, sin importar el costo de ser señaladas en sus mismas familias. La diferencia de los contextos genera las condiciones para alzar la voz y reclamar sus derechos negados.

A pesar de esto Havita siguió adelante con sus cuatro hijas y su hermana, entre ellas se impulsaron y montaron un pequeño negocio de comida. Con esto poco a poco salieron adelante. Victor su hermano, decidió mudarse también con ellas para apoyarlas en los gastos. Gracias al empeño de Havita lograron que su madre pudiera obtener una visa, que les permitirá volverlos a ver después de 17 años. La alegría rondaba en el hogar. Pareciera que la situación iban mejorando. La familia que quedaba en Guerrero, batalla contracorriente ante la falta de oportunidades y el incremento del crimen organizado en la región. Ellas y ellos vivían tan solo de las remesas. Como si fuera poco, sus sobrinos Juan y Eduardo, hijos de sus hermanos fallecidos, fueron acosados por los grupos criminales de la ciudad y obligados a trabajar para ellos. Ante la negativa, los jóvenes no tuvieron más remedio que huir. Se resguardaron por unos días en la casa de sus abuelos, pero sabían que no estaban seguros, por lo que se tomó la decisión de que ellos tendrían que migrar como lo habían hecho sus tíos. Doña Antonia, se comunicó con Havita y le pidió que ante la situación se hiciera cargo de sus sobrinos. Ella se informó y supo que podrían obtener protección por parte del gobierno norteamericano.

Después de varias semanas los jóvenes lograron cruzar a Estados Unidos y empezar el proceso para su asilo. Tuvieron que demostrar la persecución que vivián y la gran vulnerabilidad en la que vivían al negarse a trabajar con el crimen organizado. Pareciera que en México no hay muchas opciones entre la pobreza, la falta de oportunidades educativas y laborales, pareciera que el camino delictivo es el único. Lo que se agrava en las comunidades indígenas pues el aislamiento que muchas de ellas viven y la violencia que ejercen para pertenecer a algún grupo criminal pareciera un camino sin regreso. Al encontrarse en territorio americano Havita pidió la custodia de los menores, tuvo que pasar varias investigaciones que garantizará que ella era la mejor guardiana para Juan y Eduardo. Gracias a la tenacidad que siempre ha mostrado Havita logró obtener su custodia y con ello darles el futuro que no tendrían en territorio mexicano.

Havita, sus sobrinos y su familia ahora se encuentra todos juntos, viviendo en las dos realidades, pues mientras Estados Unidos les da las oportunidades que su propio país le negó, siguen añorando lo que han dejado atrás cómo consecuencia de la desigualdad y el profundo abandono que se encuentra su comunidad. Todos ellos tienen la confianza que sortearan los retos que se le presenten, siempre con la convicción que juntos podrán hacerlo.

La vida de Havita nos recuerda las complicaciones que viven las comunidades indígenas en México, donde la pobreza multidimensional y el racismo histórico de varios gobiernos los ha colocado, siempre en situación de sobrevivencia. Ella sin buscarlo siempre ha sido la eterna migrante tanto dentro como fuera de su país. Nunca fue vista como una igual, pues a pesar de existir 23 millones de personas indígenas en México, no se sintió parte. Ella sintió en carne propia lo que es la discriminación, ahora ella junto con su familia han decidido granjearse un futuro en un país extraño. Al igual que Havita cientos de mujeres indígenas viven todos los días siendo las responsables de sus familias, donde el rechazo a la violencia las ha hecho romper los ciclos que por siglos las ha marcado y ha costado la vida de muchas. Es irónico que en tierras ajenas han logrado la justicia negada en tu propio país. Havita y su familia serán tan solo una estadística más de como el sistema mexicano les ha fallado, pues no han logrado revertir todos los factores para que ella dejará de ser la eterna migrante.


Foto de Joshua Newton en Unsplash. Imagen ilustrativa.

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